Maldita pereza


Eran las siete y cuarto de la mañana de un treinta y uno de marzo extrañamente frío. Su mente se encontraba aún dispersa en ese fantástico lugar situado entre la vigilia y el sueño pero supo perfectamente que él se había levantado ya. Le escuchó servirse una taza de café sobre la encimera de la cocina, se imaginó que lo tomaba como siempre, bien cargado, caliente y con mucho, mucho azúcar. Sonrió cuando el tintineo de las doce vueltas que daba con la cucharilla dentro del café llegó a sus oídos. Le oyó incluso sorberlo, como siempre lo hacía. A partir de ese momento su propia mente se adelantó a los acontecimientos, conocedora de los pasos que sucederían a los ya ocurridos, y se figuró que dejaría la taza en el mismo sitio sobre el que la había tomado, sin molestarse siquiera en asegurarse de si cabría o no en el lavavajillas. Adivinó también que, como siempre, haría una última incursión a su dormitorio y descolgaría el abrigo de paño negro que solía ponerse siempre entre semana. Luego se lo colocaría frente al espejo de cuerpo entero que permanecía fijado en una de las puertas del armario hasta verse guapo.
Sus ojos castaños, semiocultos aún tras unos párpados que caían presos del sueño, alcanzaron a vislumbrar como paseó por el pasillo que conducía al salón y de ahí a la salida principal su espalda recta pero cargada con el peso de tantos y tantos años de duro trabajo, y avanzó una vez más a la ardua monotonía que les aseguraba a él y a su familia un trozo de pan que llevarse a la boca.

Abrió la puerta y después la cerró con tres vueltas de llave. Aquella vez, por desgracia, sería la última.


A día de hoy, y a unos pocos meses de cumplir dos años desde aquella última vez, sigue maldiciendo a la maldita pereza que le impidió levantarse de la cama para despedirse de él.

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