Aquél joven, que apenas había llegado a la mayoría de edad,
paseaba descalzo sobre la mullida hierba de un parque engalanado con los más
bellos adornos que la diosa primavera regalaba una vez al año, inmerso en las
profundidades de sus propios pensamientos. Dueño de un corazón encerrado tras
los barrotes de un amor fugaz, puro y espontáneo propio de una juventud recién
florecida, dedicaba cada minuto de sus días, cada bocanada de aire que
respiraba, cada noche de insomnio a aquella niña de cabellos castaños y mirada
inocente que años atrás hubiera ocupado con tan sólo una mirada hasta el último
rincón de su alma.
Cuando ya daba por
perdida cualquier esperanza de volver a encontrarse con aquel rostro angelical
que a la tan tierna edad de nueve años viera por primerísima vez, y dispuesto
estaba a dar por finalizado su paseo matutino, un impulso, o más bien una obra
de caridad por parte del caprichoso devenir de los mortales, le hizo detenerse
en seco en mitad del angosto camino que cada día lo guiaba de su casa al parque y viceversa y girar sobre sí mismo
justo en la dirección contraria para tropezar ni más ni menos que con los
mismos ojos dulces que antaño le hubieran encandilado. Con un escueto saludo
proveniente de aquellos labios de los que él anhelaba un beso, se vio el
corazón del chico henchido de la más completa de las dichas y pensó su mente,
en ese momento colapsada ante la aplastante victoria de los sentimientos y las
emociones, que ya podía fallecer tranquilo.
A partir de aquel
día, Dante Alighieri modificaría la lírica plasmando por primera vez un
sentimiento auténtico, y centrándose enteramente en aquella joven de nombre
Beatriz.
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