Las deshonras del amor


Y el corazón se le detuvo, se le detuvo y se le congeló en un latido, el único y más sincero que dedicaría a nadie en su vida, se le congeló como se congelan las sakuras en invierno, con su belleza exquisita y exclusiva encerrada en una cáscara de cristal. Y en ese mismo instante se enamoró de ella, se enamoró de su cordura intermitente, se enamoró del anhelo de tenerla y del deseo de perderla, del incómodo rubor de sus mejillas, del descarado deseo que inconscientemente despertaba. Se enamoró de la idea de querer pasar su vida contemplando la implacable serenidad de su encanto sublime, un encanto tan inesperado, tan bello e irracional que dolía. Se enamoró de ignorancia mortal en la que vivía, ajena a él, a sus pensamientos, a sus sentimientos. Se enamoró del sonido imaginario de su voz pronunciando su nombre en un silencio atronador, del alocado desorden en el que sus bucles serpenteaban por la alfombra, de la perfección pálida de sus piernas infinitas, de la agrietada delicadeza de sus labios entreabiertos, de la majestuosa ingravidez de sus pechos jóvenes y fríos, de la oscura profundidad de sus ojos abiertos que le miraban sorpresivos, casi desencajados. 

Él se dio cuenta y sin embargo no fue hasta mucho tiempo después que lo comprendió del todo cuando en un delicado alarde de atractivo sin par, de esplendor gratuito y desesperado,  vio la sangre de las venas de ella resbalar entre sus dedos.

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