Recostada en la
escalinata de mármol de su templo se encontraba la pequeña diosa, admirando con
orgullo el mar de estrellas que se extendían en caprichosa armonía ante sus
pies, sonriéndose complacida ante lo que, desde hacía un tiempo, ella había
calificado como ese algo que aportaba la sazón necesaria a ese divagar por la
nada que ella, torpemente, llamaba vida; disfrutando como un niño con zapatos
nuevos de tan hermosa maravilla, una maravilla de la que, aún sin creerlo,
formaba parte.
En esto se
encontraba la joven divinidad, en pleno éxtasis celestial cuando de golpe y sin
previo aviso, ese su cielo particular comenzó a verse invadido por una horda de
nubarrones oscuros, de esos que traen malas lluvias, de esos nubarrones malos
que tapan y se tragan a las más bellas estrellas. Y al no poder verlas, al no
poder deleitarse con lustrosa luz la deidad creyó haber perdido su tesoro más
preciado, y en llanto histérico estalló al ver desaparecido todo en cuanto
creía cuando, de entre la densa capa de ébano algodonoso surgió, más
deslumbrante que nunca, uno de los luceros iluminando las mejillas humedecidas
de la fémina divina que la observaba, al que le siguió otro más, y otro, y
otro, y otro…. Entonces la pequeña diosa volvió a sonreír, volvió a sentir el
júbilo de quien ve renacer de entre las cenizas el fruto de su trabajo y el de
tantos otros dioses y comprendió por vez primera que las estrellas eran como
ella, inmortales y eternas y que, aunque no las viera con asiduidad, siempre,
siempre estaban ahí.
Y siempre, siempre
lo estarían.
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