Continuaban amándose más allá de toda norma moral, ética y
lógica; incluso mucho más allá de la enorme distancia que los separaba haciendo
cada vez más insoportable tener que contener las ganas de entregarse el uno al
otro en unión carnal, aunque fuera una única vez. Continuaban viviendo su amor
clandestino a expensas de la llegada del momento que los habría de unir por vez primera, un momento en sus
vidas que lejos estaba de sucederse pues ambos sabían ya de sobra que de haber
sido fácil el encontrarse, juntarse, besarse, amarse… la historia, su historia
ahora sería de un modo bien distinto.
Y ella continuaba loca de amor por él. Derramaba la sangre
de su corazón latente en cada palabra escrita para él, por él y pensando en él.
Y él la adoraba, ¡claro que la adoraba!, pero lo hacía a su manera, de lejos,
con cautela, con cuidado de no ser descubierto, pues no puede amar de otra
manera un hombre que perteneciendo en cuerpo y alma a otra mujer a quien
también amaba, deseaba con esa misma alma, entregarse por vez definitiva a ese
corazón que latía con su nombre a unos kilómetros más hacia el sur. Y a él todo
esto le parecía poco, muy poco. Pensaba que no era suficiente quererla cuando
ni siquiera debía hacerlo, y ella le contradecía, y se conformaba. Y sobre todo
ese amor que se profesaban volaba la negra sombra del miedo, el miedo a que
aquello se acabara, porque se acabaría, de eso no había duda, pero ella se
negaba a aceptarlo, le costaba concebir un mundo sin él, a pesar de que ya lo había
vivido. Le costaba reconocer el hecho de que cada uno acabaría continuando con
su vida por caminos diferentes, separados el uno del otro. Era una forma muy
complicada de vivir: sabiendo que llegaría el día en el que de los labios de él
saldrían las palabras que terminarían por hacer trizas su pequeño corazón, y
negándose a admitirlo.
Esta mañana ella se ha despertado y se ha asomado a ver el
mundo. Ha visto los rayos del sol de otoño, con su derroche de nostalgia y
melancolía, refulgir con fría calidez cobre las hojas ocres, verdosas,
amarillentas y marrones de los árboles que, ignorantes de su dilema moral entre
mente y alma, se plantaban frente a su ventana como cada día. Entonces ha
sentido unas ganas irrefrenables de echarse a llorar.
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